11 agosto, 2014

30 ~ Ella.

Era la noche fría de un domingo de verano, nada fuera de lo común había pasado a lo largo del día. Miró al reloj y entonces se dio cuenta que ya era demasiado tarde para ella. Se secó los ríos de la cara, recogió su cabello en una trenza y se tumbó en su cama. No sabía si lo correcto en ese momento era esbozar una sonrisa o si mantener el gesto monótono que la llevó a ese estado de ánimo incomprensible.
Comenzó a deslizar sus dedos suaves y cálidos por su cintura, porque solo él y ella sabían dónde le gustaba que la acariciasen. Pasaron unos segundos, y sus ojos sintieron tal peso que comenzaron a cerrarse.

La noche era fría y oscura, tal y como ella misma se definiría en ese momento si hubiese alguien a su lado y la preguntaría. Fría. Y oscura.
Sabía que en ese momento ni la almohada le daría la comodidad suficiente como para sumergirse en sueños, ni la sábana la abrigaría lo suficiente como lo podría hacer él. Y entonces recordó los besos. Recordó la calidez con la que aquellos labios le absorbían la frialdad que escondía en su interior, recordó cómo empezó por su boca y terminó por sus muslos. Recordó aquellas manos que por muy frías que estuviesen la calentaban siempre. Recordó las voces, pero no recordó las palabras. Y entonces pensó qué le diría ahora mismo, pues un "Buenas noches" no sería suficiente, pero sería lo único que escucharía.

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